Hay quien cree que existe una predisposición genética de las niñas hacia el color rosa.
Eso explicaría toda la panoplia de ropitas y accesorios de ese color que rodea a los miembros del sexo femenino, desde el nacimiento hasta edades provectas, como la de Fresita o Paris Hilton. Pero resulta que hasta hace 90 años los niños vestían de rosa y las niñas de azul. El rosa se consideraba un color más varonil y el azul celeste más femenino. Desde entonces las cosas empezaron a cambiar. ¿Qué oscuras fuerzas lograron asignar un color a cada sexo hasta el punto de que quedaron inexorablemente vinculados, sobre todo en el caso de las niñas?, ¿qué mente taimada está detrás de la eclosión de Hello Kitty?
“Si le gusta seguir las tradiciones use el rosa para los niños y el azul para las niñas”, era el consejo a las madres de una revista americana de 1914, según recoge Jude Stewart en un artículo en Slate. En Europa la asignación cromática iba por los mismos derroteros. Sin embargo, algo sucedió en los años 20: las madres empezaron a recurrir a los grandes almacenes para vestir a su camada, en lugar de confeccionar la ropa con sus manos. En ese cambio algunos vendedores empezaron a proponer el rosa para las niñas, mientras otros seguían con la “tradición”.
La marea rosa surgió, cómo no, en Estados Unidos tras la victoria aliada en la II Guerra Mundial (que acabó siendo, como es bien sabido, una victoria del “american way of life”). Los felices 50 se tiñeron de colores pastel, con el rosa ya definitivamente asignado a la mujer. Dodge lanzó en 1955 su modelo La Femme, pintado en rosa y blanco y, como su propio nombre indica, dirigido a las féminas. La posguerra europea no fue obviamente en Technicolor, como la americana, pero el rosa fue entrando en los escaparates, los modelos y, sobre todo, en la cromosfera social.
En el último medio siglo se han producido varias oleadas de flujo y reflujo del rosa, en función del sesgo político del momento. Así, el feminismo de los setenta rechazó de plano el rosa (y los sostenes) pero, paradójicamente, contribuyó con su boicot a asignar el color al concepto de femeneidad, según cuenta el estudioso Jo Paoletti en su libro “Rosa y Azul: distinguiendo a los niños de las niñas en América”.
En los albores de este atribulado siglo XXI parece que el rosa pega fuerte, en la peor de sus modalidades, combinado con lo cute, lo mono y lo superñoño, como analizaba un artículo de EP3, publicado inicialmente en Vanity Fair. Sin embargo, aún hay lugar para la disidencia. Páginas como Pink Stinks (el rosa apesta) quiere plantar cara a la “cultura del rosa” y, si hace falta, vestir a las nenas de riguroso luto.