Tenemos una capacidad de adaptación infinita y de crecer ante las dificultades. Ahora podemos elegir qué nos puede aportar la sacudida que ha supuesto este año que se va.
Cuando mi sufrimiento se incrementó, pronto me di cuenta de que había dos maneras con las que podía responder a la situación: reaccionar con amargura o transformar el sufrimiento en una fuerza creativa. Elegí esta última.
—Martin Luther King
Estamos cerca de despedir 2020, con muchas ganas en general, por todos. Año maldito que ha traído con él dolor, muerte, incertidumbre y hasta hambre. Una crisis en estado puro que nos pilló por sorpresa, inmersos en nuestro microcosmos cotidiano, con nuestras pequeñas angustias y nuestra confusión de prioridades, tan humanas y cegadoras. Aunque este 31 de diciembre no acaba ni empieza nada porque la pandemia no entiende de calendarios ni de construcciones culturales, sería bueno hacer balance. No caer en la común falacia de pensar que por cambiar de cifra en el almanaque podemos hacer borrón y cuenta nueva. La memoria es terca para quienes han perdido a alguien, han sobrevivido a un hospital, han perdido su trabajo o su calidad de vida. La memoria es terca con los traumas y deja heridas profundas, prestas a sangrar ante cualquier estímulo que las invoque. Y esta crisis brutal nos ha sacudido a todos de una u otra manera, nos ha sacado de cuajo de nuestra zona de confort para mostrarnos que somos infinitamente más vulnerables de lo que nos creemos, que no tenemos el control de casi todo y que necesitamos que nos pongan patas arriba la vida para que, al menos así, también se sacudan nuestras certezas.
El ser humano tiene una capacidad de adaptación infinita y además de sobrevivir, también somos capaces de crecer en la adversidad. Por muy contracultural que suene, ser feliz tiene mucho (no todo) de elección personal. No hay que caer en el optimismo ingenuo y culpabilizador que nos quieren imponer los gurús del crecimiento personal, donde se nos responsabiliza de nuestro sufrimiento con argumentos tan engañosos como que tenemos el control de todo aquello que nos ocurre. Eso es cruel con algunas realidades, sobre todo porque no venimos al mundo con igualdad de oportunidades, no partimos de la misma tabla rasa y para muchos de nosotros es difícil alcanzar incluso lo más básico para ser poseedores de un mínimo de dignidad.
Pero tampoco somos hojas caídas a disposición del viento. El sentimiento y rol de víctima es tan tóxico como lo es la falacia de control, por el que creemos que todo lo que nos acontece es culpa nuestra. Son extremos de un continuo. “Las cosas me pasan sin que yo haga nada para ello” versus “soy responsable de todo lo que me ocurre”.
Dice Boris Cyrulnik que el dolor es inherente a estar vivo, pero el sufrimiento es opcional. Y es ahora más que nunca, en medio de esta catástrofe de proporciones dantescas, cuando podemos elegir qué hacer con el inevitable dolor que nos ha traído. Podemos simplemente sufrir y colocarnos en uno de los dos lados del continuo antes mencionado o usarlo como el mejor de los abonos para crecer. No hemos elegido salir de nuestra zona de comodidad, nos han sacado. Una vez fuera, tenemos la posibilidad de usar la perspectiva que da la distancia y revisar qué nos puede aportar esta sacudida.
Desde la psicología cognitiva se explica que, si bien no podemos controlar todo lo que ocurre, sí tenemos una cuota de libertad para elegir cómo vivirlo. Y es ahí donde reside nuestro poder. Y no es poco. El modelo ABC de Albert Ellis, uno de los psicólogos más influyentes de la historia, explica por qué las personas, aun viviendo la misma situación, tenemos respuestas diferentes. Tiene que ver con que los acontecimientos (A, activating event) no caen en una pizarra vacía, sino que son filtrados por un sistema de creencias (B, belief system) que dan como resultado unas determinadas consecuencias (C, consequences). Estas consecuencias son básicamente la respuesta que nosotros damos ante el acontecimiento.
El sistema de creencias está formado por múltiples variables, ideas, prejuicios, valores, experiencias, en definitiva, lo que conforma nuestra forma de ser y procesar la realidad. La cuota de libertad es grande puesto que al no estar predestinados, podemos elegir: entonces, si puedo cambiar lo que creo, puedo cambiar lo que soy. Ese es nuestro superpoder.
Y resulta esencial que podamos transmitirles a nuestros hijos que la felicidad es posible a pesar de la adversidad, que pueden elegir someterse a las dificultades o transformarlas. A muchos de nosotros seguramente nos ha hecho falta una situación tan convulsa como esta para hacer un ejercicio de reflexión, porque solemos ser pasto de la inercia y tenemos pánico al cambio. Pero no dejemos que esa herencia limitante se transmita a nuestros hijos. Si queremos que se conviertan en personas felices, primero tienen que saber que son libres. Libres para decidir cómo transformar la realidad sobrevenida, libres para elegir su mirada frente a la vida. Y esto se hace en el día a día, aprovechando los pequeños reveses cotidianos como fuentes de aprendizaje y superación, no de victimismo o culpa. Un suspenso, un amigo que les da de lado, una decepción…, en fin, el dolor de estar vivos, transmitiéndoles que el dolor es parte de la vida, pero el sufrimiento es opcional.
Olga Carmona
Foto de Hello I'm Nik en Unsplash